En recuerdo de nuestra Alameda (1)
En una ocasión me contó mi padre que había ido a Güi-Güí con unos amigos y el padre septuagenario de uno de ellos, porque el señor mayor se había empeñado, antes de morir, en volver a visitar el lugar donde se había criado. Cuenta mi padre que la emoción de aquel hombre al ver el paisaje y los lugares donde jugó y creció los sobrecogió a todos. Esos lugares eran los caminos por donde andaba, los riscos, valles y barrancos que dibujaban el paisaje, los restos de la casa de piedra donde vivió, las fincas en las que cultivó…, en definitiva, el paisaje existencial de su Güi-Güí de infancia y juventud: “Mira, mira – gritó conmocionado, señalando con el dedo – la piedra donde los perros bebían agua”. Si los restos de aquella casa solariega, aquellos caminos, riscos, valles y barrancos, y aquella piedra cóncava clavada en el suelo 50 ó 60 años después pudieron causar fuertes emociones, ¿qué emociones nos puede estar causando hoy el derribo de nuestra Alameda, de sus muros y sus balaustres?
Los pueblos se definen por su paisaje, por sus rincones, por sus calles, sus edificios, su iglesia y su plaza, con sus muros y su balaustrada; y las gentes se identifican con todo ello, con sus formas y su arquitectura. Se trata de una percepción sentimental de la relación espacio-momento, una mezcla de razón y sentimiento del ser humano que hace que el binomio hombre-espacio arquitectónico cobre sentido. La Alameda de La Aldea de San Nicolás ha ocupado el mismo espacio desde 1914, año en que el vecindario compra una finca, justo delante de la Ermita, para construir su futura plaza. El conjunto Alameda e Iglesia conforma el paisaje existencial del centro del pueblo, el que le da forma y sentido al entorno que se configuró de esa manera por el devenir de la historia. Sin embargo, hoy vemos que la historia se repite: otras decisiones pasadas derribaron la Ermita y luego, el Quiosco de la Música y hoy, no queremos aprender de los errores y volvemos a ver ante nuestros ojos maquinaria pesada en el mismo entorno derribando lo que queda, nuestra Alameda.
Es cierto que nuestra plaza se ha reconstruido en varias ocasiones, y que la actual Alameda, de finales de los años ochenta, no consta en archivos históricos, ni en cartas etnográficas, porque “carece de valor histórico, arquitectónico o etnográfico”, pero, ¿y el valor que le damos nosotros los aldeanos a ella?, ¿ese no vale, ese no cuenta? La Alameda, desde sus comienzos hasta la actualidad, en cualquiera de sus formas, ha tenido siempre un valor sentimental para los aldeanos. Siempre he escuchado de mis padres, tíos y demás amigos y familiares hablar de los bailes, de los paseos en su interior, acompañados de la Banda de Música, el “paseo y música”, de las verbenas, de las fiestas patronales con toda la plaza engalanada…, vivencias que se han traspasado de padres a hijos y que muchos hijos también vivimos, porque la plaza, La Alameda, ha estado ahí siempre, y nos servía de espacio de recreo a los que fuimos a la escuela de Dª Teresa; allí jugábamos de niños por las tardes, y de jóvenes era nuestro punto de reunión, donde quedábamos y charlábamos hasta bien entrada la noche, o la mañana. Ese espacio, ese entorno, ese paisaje rural, con sus muros y balaustres, está clavado en nuestras mentes y corazones y le dan sentido a su existencia. Ese valor sentimental pesa más que cualquier valor histórico, etnográfico o arquitectónico.
Aquellos que debieron comportarse como los guardianes del entorno rural y del paisaje existencial del casco urbano no lo hicieron y han apostado por sacrificar un conjunto arquitectónico sin pensar que lo que estaban sacrificando no solo eran muros y balaustres, sino emociones, vivencias, paisaje, entorno; sentido…
La Plaza Vieja tenía su razón de ser, de existir y de seguir coexistiendo con su entorno más moderno. Ya no tendrá sentido tampoco llamar a la Plaza Nueva como tal, porque su referente anterior ya no existe, ni coexiste. Ya no hay Plaza Vieja y por ende, ya no habrá Plaza Nueva, tal y como las conocemos popularmente, aunque sus nombres reales son La Alameda† y Plaza del Proyecto de Desarrollo Comunitario.
La Plaza Vieja o La Alameda podía coexistir, adecentándola, cuidándola, mimándola, abriendo más espacios e instalando rampas para personas con discapacidad, ampliando su escenario y retirando las carpas que llenaban el espacio de los árboles, reconstruyendo también su quiosco; en definitiva, restaurándola como se ha venido haciendo a lo largo de la historia, pero no mutilándola, haciéndola desaparecer del espacio y del entorno donde ha convivido con nosotros durante casi 100 años. ¿Por qué aquello que nos ha hecho felices, aquello que nos trae alegres recuerdos (sentada en un banco, de la Vieja Plaza…, cantaba Mari Cruz Afonso), ahora nos estorba? Quizá con el dinero invertido en esta obra de derribo y construcción se podría haber reconstruido la Plaza Nueva, eliminando todas las columnas y barreras exteriores y elevando el suelo para dejar una gran plaza abierta para conciertos y encuentros musicales. ¿Y por qué se ha tomado una decisión de esta magnitud sin una consulta popular?
La fórmula destruir para construir algunos la entienden como infinita, creyendo que con ella pueden calcular, descomponer y volver a componer todo lo que su mente infinitamente pueda imaginar; sin embargo, lo que el hombre construyó con su esfuerzo para todas las generaciones y ha calado en la mente y en los corazones de los ciudadanos debe quedar finito, para la posteridad y para las futuras generaciones, como parte de ese paisaje existencial y de ese entorno rural que te vio crecer, que siempre recordarás y que nunca debió cambiar, porque sigue teniendo sentido; pero ya veo que los muros de la incomprensión han podido más que los muros de la razón existencial. ¡Menos mal que el señor septuagenario ya no volverá a levantar más la cabeza!